Recuerdo cuando ese campo de margaritas era mío.
Mi amado campo. Llegué a él de pura casualidad, aun que a veces pienso que fue
él quien me encontró a mí.
No era demasiado grande, pero lo suficiente como
para poder perderte en él. Era mi refugio, paseaba entre las eternas
margaritas, margaritas que nunca marchitaban. Nadie entendía como podía estar
en ese campo, la gente del lugar decían que estaba maldito, que todas aquellas
personas que habían pasado por él terminaban mal paradas. En mi cabeza no
entraba esa posibilidad… ¿terminar mal parada por mi precioso campo de
margaritas? Imposible.
Un día se me ocurrió arar una pequeña parte del
terreno para cultivo personal y todo aquello que cultivaba se convertía en
orgullo. En aquel campo abundaba la sensación de paz.
Todos los días araba un poco aquella pequeña
parcelita con mis propias manos, para sentirlo mío, para sentir la armonía que
se había formado entre el campo de margaritas y yo. Al terminar, paseaba por él
hasta terminar dormida abrazada por los millones de flores que habitaban aquel
campo, inhalando el aroma de aquellas margaritas mientras me hacían sentir que
nada malo podía suceder siempre y cuando me encontrase en mi campo. Me hacía
sentir segura, pues en él tenía todo lo que podía necesitar para ser feliz.
De vez en cuando las margaritas comenzaban a
marchitarse pero era relativamente fácil de recuperar, aunque era un trabajo
pesado y cansado y sobre todo duradero. Cuando eso pasaba, el cultivo de mi
pequeña parcela era abandonado, pues necesitaba ver mis margaritas con el
esplendor de antaño, no soportaba la idea de su marchitación y hacia todo lo
que podía por intentar salvarlas, pero un día ya fue tarde, no pude recuperar
ni un tercio de lo marchito. El antiguo verde y blanco cada vez se iba
volviendo mas amarronado y amarillento.
Estaba segura de que todo aquello era culpa mía.
No supe cuidar de aquellas margaritas. Pregunté a la gente del lugar el por qué
si se suponía que aquellas margaritas no se marchitaban nunca, lo estaban
haciendo ahora.
-
“Has caído en la maldición del campo
de margaritas, has cuidado de él, has cultivado sus tierras, pero siempre lo
hiciste pensando en tu propio bienestar, en el beneficio que te reportaba a ti
la belleza del campo, en cómo te hacía sentir. Pero nunca te has parado a
escuchar lo que las margaritas te estaban pidiendo, lo que ellas necesitaban,
al principio lo estabas haciendo bien, pero poco a poco, terminaste cargando el
peso de tu mundo en el pequeño campo de margaritas.”
Después de aquella conversación, intenté
escuchar a las pocas flores que quedaban aun sin marchitar. La mayoría se
encontraban en silencio, y las pocas que se decidían a hablar solo decían una
única palabra…”márchate”. Aquella suplica me partió el alma, pero ¿quién era yo
para decidir quedarme en el campo en contra de su voluntad? Yo lo había
estropeado todo, era responsabilidad mía desaparecer para que mi preciado campo
pudiese volver a alcanzar su resplandor de antaño.
Mi campo ya no tiene dueño, es de nadie, pero a
la vez de todos.