“Que llueva que llueva la virgen de la cueva,
los pajaritos cantan, las nubes se levantan, que sí, que no, que caiga un
chaparrón que rompa los cristales de la estación”
Así, con esta tonadilla es como los niños piden
que llueva, yo no canto canciones, ni bailo danzas tribales, ni le beso los
pies a un santo. Yo imploro a las hadas y trasgos, a las briznas de hierba, a
los pájaros, a los chamanes y a las meigas que suban tan alto como puedan y les
transmitan a las nubes mi mensaje.
Que anhelo el olor que deja la lluvia sobre el
campo, la paz tras una tormenta, el frescor después de un caluroso día. Ansío
el roce de las gotas sobre mi rostro y mi pelo. Adoro descubrir el camino que
surcan en mi piel, unas rectas, otras curvas sinuosas, pero todas ellas
camuflan mis pequeñas lágrimas saladas.
De golpe y porrazo, todas las frustraciones y
amargos sentimientos salen a la luz con cada una de esas pequeñas gotas que son
descargadas sobre mi y arrastran una pequeña esquirla de ese dolor que llevo
dentro, dolor del que en muchas ocasiones ni siquiera sé que existe.
El llanto de mis ojos baila al ritmo que marcan
las nubes, cuanto más fuerte llueve, más caudaloso es el nivel de mis lágrimas…
Y como siempre dicen,
después de la tormenta siempre llega la calma. Todo desaparece para dar paso a
la tranquilidad del alma. Por eso yo ahora os imploro, seres del bosque, del
agua, de la tierra y del aire, dioses y semidioses, cualquier ser o ente que se
atreva a escuchar mis súplicas, subid a las alturas y pedirle a las nubes que
lloren conmigo
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